sábado, 17 de octubre de 2015

En las afueras de la democracia.






En las afueras de la democracia
Johanna Caplliure

Vivimos en una cultura posrevolucionaria e hipercapitalista- asegura Gilles Lipovetsky junto a Jean Serroy.[1] Si nos ponemos en disposición de reflexionar sobre esta afirmación debemos plantearnos qué sentido se nos ofrece bajo esta definición. Entenderíamos que la noción “cultura posrevolucionaria” es un vivir en una sociedad del “después de la revolución”. Pareciera, entonces, que no habría más revolución jamás.[2] Y, sin embargo, en la madriguera descansa el viejo personaje de la “fábula” marxiana, aquel que encarna la revolución. El viejo topo nos advierte que por mucho que la revolución permanezca dormida, cubierta por el desdén, la opresión o el miedo, resurgirá del búnker para señalarnos que esta reside en los diferentes estratos del mundo. Aunque, a veces, creamos que ya no existirá, solo hace falta un leve zumbido para que el despertar se dé en el siglo. En la Ilustración este se llamó Revolución. La Noche del Siglo[3] nos precipita en la pérdida total. Hoy la revolución lleva el nombre de un enjambre que despierta en la primavera.

Por otro lado, una “cultura hipercapitalista” o también conocida como desbordamiento del capital define el fin de la dicotomía interioridad- exterioridad de este. Puesto que el sistema se instala en la vida como tecnología biopolítica de la existencia. La crisis del capital volteó la relación de dominación en términos de producción, explotación y opresión. La fábrica cesó de ser el espacio de subordinación y el trabajador el único cuerpo oprimido. En el momento en que el capital opera desde el interior de la propia vida, el mundo se transforma en hiperfábrica y cada uno de nosotros en la marca de venta. “Estamos orgullosos de encarnar la crisis del sistema que nos machaca”.[4] Y eso nos hace víctimas del propio sistema: “Por favor, explótennos más y trabajaremos más duro y someteremos así todos los aspectos de nuestra vida al capital”.[5] La vida es inmediatamente la mayor forma de dominio cuando identificamos la realidad y el capital. Conspicuamente podemos declarar que la lógica capitalista aplasta nuestras vidas, que la vida deja de tener sentido como tal y queda subsumida a la biopolítica del sistema. Pero también, que somos la crisis del capital. ¡Enorgullécete de tu insurrección!

Hasta aquí hemos tratado de imaginar un mundo posrevolucionario e hipercapitalista. No obstante, no cesa de invadirnos la sensación de que todavía queda algo por decir en términos políticos. La cultura del capital convive con un régimen político que bascula las tensiones entre el poder impuesto y el impoder[6] de la multitud; nos referimos a la democracia. La cultura democrática inaugurada por la modernidad condujo a una fase histórica sin precedentes en el que la cultura y el mundo se unieron en la fuerza del estado-mundo. El advenimiento de las democracias modernas portaron los valores de progreso de la Ilustración donde la autonomía venció sobre cualquier sistema anterior. Los valores de igualdad, libertad y laicidad transformaron el mundo-estado hacia una democracia que a través del liberalismo, el imperialismo y el capitalismo impulsó el cambio hacia una homogeneidad dudosa y perturbadora. Si bien la democracia nació como soberanía del pueblo, como sistema de politización de los derechos y libertades individuales y trans-individuales, como puesta en relación entre el ciudadano y el estado, el “yo” y la colectividad, desafortunadamente el devenir de esta ha sido atropellado por el desapego a las divisas revolucionarias; tal como el consabido “Liberté, égalité et fraternité”.

Cuando nos centramos en la contemporaneidad, podemos observar cómo algunas de las graves amenazas que han hecho peligrar la democracia pertenecen a las acciones que prosperaron bajo los regímenes autoritarios del siglo XX. Los totalitarismos a los que hizo frente Hanna Arendt preñaron Europa de un malestar y una movilización jamás equiparable con cualquier realidad histórica anterior. No obstante, la buena fe imperante en la naturaleza de la democracia proporcionó nuevos organismos para la participación ciudadana, más allá del voto, desarrollando su actividad hacia los derechos fundamentales de los miembros de su estado-nación.

Otro de los peligros en los que ha caído la democracia en época del desbocamiento del capital, como advertíamos más arriba, es la homogenización de la sociedad. La globalización ha confundido la igualdad con la supresión de las diferencias. Por eso, autores como Hardt y Negri abandonan las explicaciones sobre la democracia, imponiendo la lógica del capital como Imperio y la diferencia del pueblo como monstruosa Multitud. El descontento por una democracia de partidos que no representan a la heterogénea sociedad incrementa la visión peyorativa sobre esta. De hecho, debemos aclarar que la negación no es tanto hacia la democracia como a la práctica democrática transformada en acción estatal que generó un sentimiento de pérdida de los derechos públicos. Por eso, es fundamental rescatar la noción de revolución en el interior de la era del capital. No es novedoso que la evolución de las democracias se haya visto interpelada por la revolución. Pero hoy la revolución es resistencia. Una  resistencia a permanecer inmóvil como se adelantó a sentenciar Stephane Hessel: Indignez-vous! “El motivo de la resistencia es la indignación”[7].

Actualmente la dictadura de los mercados nos pone en alerta sobre la salvaguarda de la integridad de la democracia y la paz de los estados. “¡INDIGNAOS! Luchad para salvar los logros democráticos basados en valores
éticos, de justicia y libertad prometidos tras la dolorosa lección de la segunda guerra mundial”[8]. Cuando uno se indigna ante una situación, entonces deviene militante, fuerte y comprometido, nos dice Hessel y Sampedro. Parece que la indignación ha servido como motor de propulsión para que la unión entre ciudadanos convierta su lucha particular en un compromiso social.

La emergencia de la realidad está produciendo que la democracia sea desplazada hacia senderos marginales que promueven una “democracia real” (movimiento 15-M), una “democracia radical” (como ha teorizado Adela Cortina desde una óptica habermasiana) o un poder para la ciudadanía. Un ejemplo tocante a nuestro estado español es el corrimiento hacia una política de la democracia en las calles con el movimiento de los indignados en 2011 a través de las tomas de las plazas en todas las ciudades del país. Un movimiento frente al Estado democrático que también tuvo su correlato y representación en otras ciudades a nivel internacional. Y que, a su vez, se hermanó a “motines” populares como la toma de la bolsa de Wall Street (Occupy Wall Street), las plazas del norte de África en la primavera (2010) o los levantamientos universitarios en Quebec (Le printemps érable). Todas estas sacudidas a la democracia han producido un nuevo sentido de lo social y lo colectivo, además de cuestionarse la representación política. Lo social ha adquirido un aventajado lugar en el entramado de decisiones hacia la autonomía. La nueva actividad democrática, basada en la indignación y la insurrección (herederas de la revolución), nos ofrece un nuevo sentido para la palabra Democracia: NOSOTROS. Para Santiago López Petit la noción de nos-otros [9] tiene un eco sonoro en el otro, en el otro que es nuestro, en un nosotros que es otro. O, acertadamente, bajo la pregunta ¿qué es ser en común?

En las afueras de la cultura de la democracia crecen dispositivos de agenciamiento. Cuando pensamos en la palabra “común” nos asociamos a Maurice Blanchot, Jean-Luc Nancy y Santiago López Petit y la definimos no como una recogida de las singularidades que nos unen, sino de las potencias en común inconfesables, desobradas o anónimas. Se trataría de una colectividad cuya fuerza de unión es la crisis y su fuerza reside en su desautorización (communauté désavouée[10]). El nos-otros ansía el desplazamiento tembloroso de un mundo aparte, hacia un mundo del ahora. Hablamos de un común sensible[11], puesto que su unión ya no depende de ideales o de normas, sino de vivencias, de experiencias y deseos que atraviesan la Noche del Siglo.

Por eso, nos demandamos si es posible democratizar las decisiones de un enjambre. ¿Cómo se puede generar un espacio de intercambio entre las intervenciones estatales y las nuevas democracias radicales? Acaso, ¿podemos democratizar la democracia? Hay algo que ya ha cambiado. Y si “crear es resistir. Resistir es crear”.[12] Entonces creemos una nueva democracia.


[1] Lipovetsky, G., y Serroy J., La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada. Barcelona, Anagrama, 2010, p.14.
[2] Huelga decir que esta idea, la muerte de la revolución, es la que se revela a lo largo del texto de los autores de La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada.
[3] Nos perdemos en la Noche del Siglo bajo dos sentidos según el pensador catalán Santiago López Petit: “perdidos porque hemos perdido y perdidos porque no hallamos el camino de salida”. Santiago López Petit, La movilización global. Breve tratado para atacar la realidad, Madrid, Traficantes de sueños, 2009, p.57.
[4] VVAA, “Alphabet of the Crisis”, La constitución política del presente, 11 to 21, CAAC. Issue 1, Marzo-Junio 2011, p.24. Original en “Abécédaire de la crise”, Revista Multitudes, Paris, 2009. Issue 37-38. (http://multitudes.samizdat.net/)
[5] Ídem, p.24.
[6] El impoder es definido por Antonin Artaud como la imposibilidad de un poder.
[7]Le motif de la résistance, c’est l’indignation”, Indignez-vous!, Hessel, S., París, Indigène, 2010.
[8] Sampedro, José Luis, Prólogo a la edición española de Indignez-vous!, Hessel, S., ¡Indignaos!, Madrid, Destino, 2011, p.4.
[9] López Petit, S., El infinito y la nada: el querer vivir como desafío, Barcelona, Bellaterra, 2003.
[10] Nancy, J.L., La communauté désavouée, Paris, Galilée, 2014.
[11] Bordeleau, E., Comment sauver le commun du communisme?, Quebec, Le Quartanier, 2014.
[12] Indignez-vous! Hessel, S., ¡Indignaos!, Madrid, Destino, 2011, p.4.

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