En las
afueras de la democracia
Johanna
Caplliure
Vivimos en una cultura posrevolucionaria e hipercapitalista- asegura
Gilles Lipovetsky junto a Jean Serroy.[1] Si nos
ponemos en disposición de reflexionar sobre esta afirmación debemos plantearnos
qué sentido se nos ofrece bajo esta definición. Entenderíamos que la noción
“cultura posrevolucionaria” es un vivir en una sociedad del “después de la
revolución”. Pareciera, entonces, que no habría más revolución jamás.[2] Y, sin
embargo, en la madriguera descansa el viejo personaje de la “fábula” marxiana,
aquel que encarna la revolución. El viejo topo nos advierte que por mucho que
la revolución permanezca dormida, cubierta por el desdén, la opresión o el
miedo, resurgirá del búnker para señalarnos que esta reside en los diferentes
estratos del mundo. Aunque, a veces, creamos que ya no existirá, solo hace
falta un leve zumbido para que el despertar se dé en el siglo. En la
Ilustración este se llamó Revolución. La Noche
del Siglo[3]
nos precipita en la pérdida total. Hoy la revolución lleva el nombre de un
enjambre que despierta en la primavera.
Por otro lado, una “cultura hipercapitalista” o también conocida como
desbordamiento del capital define el fin de la dicotomía interioridad-
exterioridad de este. Puesto que el sistema se instala en la vida como
tecnología biopolítica de la existencia. La crisis del capital volteó la
relación de dominación en términos de producción, explotación y opresión. La
fábrica cesó de ser el espacio de subordinación y el trabajador el único cuerpo
oprimido. En el momento en que el capital opera desde el interior de la propia
vida, el mundo se transforma en hiperfábrica y cada uno de nosotros en la marca
de venta. “Estamos orgullosos de encarnar la crisis del sistema que nos
machaca”.[4] Y eso
nos hace víctimas del propio sistema: “Por favor, explótennos más y
trabajaremos más duro y someteremos así todos los aspectos de nuestra vida al
capital”.[5] La vida
es inmediatamente la mayor forma de dominio cuando identificamos la realidad y
el capital. Conspicuamente podemos declarar que la lógica capitalista aplasta
nuestras vidas, que la vida deja de tener sentido como tal y queda subsumida a
la biopolítica del sistema. Pero también, que somos la crisis del capital.
¡Enorgullécete de tu insurrección!
Hasta aquí hemos tratado de imaginar un mundo posrevolucionario e
hipercapitalista. No obstante, no cesa de invadirnos la sensación de que
todavía queda algo por decir en términos políticos. La cultura del capital
convive con un régimen político que bascula las tensiones entre el poder
impuesto y el impoder[6]
de la multitud; nos referimos a la democracia. La cultura democrática inaugurada
por la modernidad condujo a una fase histórica sin precedentes en el que la
cultura y el mundo se unieron en la fuerza del estado-mundo. El advenimiento de
las democracias modernas portaron los valores de progreso de la Ilustración
donde la autonomía venció sobre cualquier sistema anterior. Los valores de
igualdad, libertad y laicidad transformaron el mundo-estado hacia una
democracia que a través del liberalismo, el imperialismo y el capitalismo
impulsó el cambio hacia una homogeneidad dudosa y perturbadora. Si bien la
democracia nació como soberanía del pueblo, como sistema de politización de los
derechos y libertades individuales y trans-individuales, como puesta en
relación entre el ciudadano y el estado, el “yo” y la colectividad,
desafortunadamente el devenir de esta ha sido atropellado por el desapego a las
divisas revolucionarias; tal como el consabido “Liberté, égalité et fraternité”.
Cuando nos centramos en la contemporaneidad, podemos observar cómo algunas
de las graves amenazas que han hecho peligrar la democracia pertenecen a las
acciones que prosperaron bajo los regímenes autoritarios del siglo XX. Los
totalitarismos a los que hizo frente Hanna Arendt preñaron Europa de un
malestar y una movilización jamás equiparable con cualquier realidad histórica
anterior. No obstante, la buena fe imperante en la naturaleza de la democracia
proporcionó nuevos organismos para la participación ciudadana, más allá del
voto, desarrollando su actividad hacia los derechos fundamentales de los
miembros de su estado-nación.
Otro de los
peligros en los que ha caído la democracia en época del desbocamiento del
capital, como advertíamos más arriba, es la homogenización de la sociedad. La
globalización ha confundido la igualdad con la supresión de las diferencias. Por
eso, autores como Hardt y Negri abandonan las explicaciones sobre la democracia,
imponiendo la lógica del capital como Imperio
y la diferencia del pueblo como monstruosa Multitud.
El descontento por una democracia de partidos que no representan a la
heterogénea sociedad incrementa la visión peyorativa sobre esta. De hecho,
debemos aclarar que la negación no es tanto hacia la democracia como a la
práctica democrática transformada en acción estatal que generó un sentimiento de
pérdida de los derechos públicos. Por eso, es fundamental rescatar la noción de
revolución en el interior de la era del capital. No es novedoso que la
evolución de las democracias se haya visto interpelada por la revolución. Pero
hoy la revolución es resistencia. Una resistencia a permanecer inmóvil como se
adelantó a sentenciar Stephane Hessel: Indignez-vous!
“El motivo de la resistencia es la indignación”[7].
Actualmente
la dictadura de los mercados nos pone en alerta sobre la salvaguarda de la
integridad de la democracia y la paz de los estados. “¡INDIGNAOS!
Luchad para salvar los logros democráticos basados en valores
éticos,
de justicia y libertad prometidos tras la dolorosa lección de la segunda guerra
mundial”[8]. Cuando uno se
indigna ante una situación, entonces deviene militante, fuerte y comprometido,
nos dice Hessel y Sampedro. Parece que la indignación ha servido como motor de
propulsión para que la unión entre ciudadanos convierta su lucha particular en
un compromiso social.
La emergencia de la realidad está produciendo que la democracia sea
desplazada hacia senderos marginales que promueven una “democracia real” (movimiento
15-M), una “democracia radical” (como ha teorizado Adela Cortina desde una
óptica habermasiana) o un poder para la ciudadanía. Un ejemplo tocante a
nuestro estado español es el corrimiento hacia una política de la democracia en
las calles con el movimiento de los indignados en 2011 a través de las tomas de
las plazas en todas las ciudades del país. Un movimiento frente al Estado
democrático que también tuvo su correlato y representación en otras ciudades a
nivel internacional. Y que, a su vez, se hermanó a “motines” populares como la
toma de la bolsa de Wall Street (Occupy
Wall Street), las plazas del norte de África en la primavera (2010) o los
levantamientos universitarios en Quebec (Le
printemps érable). Todas estas sacudidas a la democracia han producido un
nuevo sentido de lo social y lo colectivo, además de cuestionarse la
representación política. Lo social ha adquirido un aventajado lugar en el
entramado de decisiones hacia la autonomía. La nueva actividad democrática,
basada en la indignación y la insurrección (herederas de la revolución), nos
ofrece un nuevo sentido para la palabra Democracia: NOSOTROS. Para Santiago
López Petit la noción de nos-otros [9] tiene un
eco sonoro en el otro, en el otro que es nuestro, en un nosotros que es otro.
O, acertadamente, bajo la pregunta ¿qué es ser en común?
En las afueras de la cultura de la democracia crecen dispositivos de
agenciamiento. Cuando pensamos en la palabra “común” nos asociamos a Maurice
Blanchot, Jean-Luc Nancy y Santiago López Petit y la definimos no como una
recogida de las singularidades que nos unen, sino de las potencias en común
inconfesables, desobradas o anónimas. Se trataría de una colectividad cuya
fuerza de unión es la crisis y su fuerza reside en su desautorización (communauté désavouée[10]).
El nos-otros ansía el desplazamiento
tembloroso de un mundo aparte, hacia un mundo del ahora. Hablamos de un común sensible[11], puesto
que su unión ya no depende de ideales o de normas, sino de vivencias, de
experiencias y deseos que atraviesan la Noche del Siglo.
Por eso, nos demandamos si es posible democratizar las decisiones de un
enjambre. ¿Cómo se puede generar un espacio de intercambio entre las
intervenciones estatales y las nuevas democracias radicales? Acaso, ¿podemos
democratizar la democracia? Hay algo que ya ha cambiado. Y si “crear es
resistir. Resistir es crear”.[12] Entonces
creemos una nueva democracia.
[1] Lipovetsky, G., y Serroy J., La
cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada. Barcelona, Anagrama,
2010, p.14.
[2] Huelga decir que esta idea, la muerte de la revolución, es la que se
revela a lo largo del texto de los autores de La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada.
[3] Nos perdemos en la Noche del
Siglo bajo dos sentidos según el pensador catalán Santiago López Petit:
“perdidos porque hemos perdido y perdidos porque no hallamos el camino de
salida”. Santiago López Petit, La
movilización global. Breve tratado para atacar la realidad, Madrid, Traficantes
de sueños, 2009, p.57.
[4] VVAA, “Alphabet of the Crisis”, La
constitución política del presente, 11 to 21, CAAC. Issue 1, Marzo-Junio
2011, p.24. Original en “Abécédaire de la crise”, Revista Multitudes, Paris, 2009. Issue 37-38. (http://multitudes.samizdat.net/)
[5] Ídem, p.24.
[6] El impoder es definido por Antonin Artaud
como la imposibilidad de un poder.
[7] “Le motif de la résistance, c’est
l’indignation”, Indignez-vous!,
Hessel, S., París, Indigène, 2010.
[8] Sampedro, José Luis, Prólogo a la edición española de Indignez-vous!, Hessel, S., ¡Indignaos!,
Madrid, Destino, 2011, p.4.
[9] López Petit, S., El infinito y la nada: el querer vivir como
desafío, Barcelona, Bellaterra, 2003.
[11] Bordeleau, E., Comment sauver le commun du communisme?,
Quebec, Le Quartanier, 2014.
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